Óscar Misle
Desde los primeros años al varón se le estimula para la búsqueda y demostración de poder, estatus, éxito y reconocimiento social por lo que hace; y ese titánico esfuerzo lo va llevando poco a poco a postergar, no en pocos casos a ignorar, la atención de las necesidades emocionales y afectivas de sus seres queridos.
Su condón emocional bloquea sus
sentimientos. El condón emocional, a diferencia del
otro preservativo que irresponsablemente muchos se resisten a utilizar, lo
usamos permanentemente y nos resistimos a abandonarlo tanto que puede
convertirse en una segunda piel.
En el caso del padre,
de tanto hacer, hacer, hacer, se llena de estrés, su corazón se anestesia y,
sin darse cuenta, se va quedando solo, lleno de trabajo, de un silencio estéril
que «distrae» con deportes, la política, el sexo.
Según el reconocido
escritor y psicólogo argentino Walter Riso, en muchas ocasiones cuando el
hombre logra tomar conciencia ya el mal está hecho, posiblemente necesitó un
cáncer o un infarto para darse cuenta de algo que parece tan elemental como la
necesidad de expresar, recibir y hacer sentir amor.
No es raro escuchar
hombres que, con mucho orgullo, dicen que su padre era un tipo trabajador. Lo
justifican diciendo: «Esa era la forma que mi viejo tenía de demostrar su
amor», y es cierto; el problema es que no fue suficiente esa entrega al
trabajo, por más heroica y productiva que resultase, porque los seres queridos
se sintieron desatendidos e invisibles afectivamente.
Cuando Riso relata la
experiencia de la relación con su padre, confiesa que le daba miedo conocerlo
porque no sabía con cuánto dolor se iba a encontrar, con cuántas palabras no
dichas y atrapadas en un espacio invisible, en un condón emocional que no permitía que ambos contactaran
sus corazones.
Un hecho doloroso
cambió el ritmo de la danza silente y distante que bailaban por años, para
ponerlos a bailar «pegao». Una crítica situación económica que azotaba a la
familia puso al padre de rodillas; en ese momento de rendición se abrió con su
hijo, le habló de sus miedos, angustias, frustraciones e impotencias…
valiéndose de palabras humedecidas por un llanto incontrolado.
Riso nunca lo había
visto llorar así y esas lágrimas los acercaron tanto que se despojaron de sus
respectivos condones emocionales y desde esa vulnerabilidad, debilidad y
fragilidad se abrazaron. Después de un rato, un padre más sereno le contó
montones de cosas sobre su vida, amores, sueños, desengaños.
Ambas masculinidades
hicieron contacto, se vieron a los ojos, las almas se reconocieron y en ese
momento se inició la posibilidad de hacer juntos la travesía al corazón, como
hizo Ulises cuando decidió acercarse a su hijo Telémaco, al que no veía desde
que era muy pequeñito.
Lo que no sabía
Ulises era que los dioses habían preparado un largo y accidentado viaje, desde
Troya hasta Ítaca, que duraría diez años y se convirtió en toda una odisea.
Siempre, antes, durante y al final del viaje, el padre que se cree ausente está
presente en los genes, recuerdos, las formas de ser y hacer, mostrándonos que,
a pesar de la distancia, estamos mucho más cerca de lo que creemos.
¿Qué está pasando en la cuarentena?
Nuestros hijos
varones aprenderán a ser padres, no por lo que le dice mamá, sino por lo que
ven de papá. Ciertamente, cada vez es más común ver hombres con sus hijos e
hijas en las calles, parques y centros comerciales.
El largo
confinamiento ha exigido revisar y replantear condicionantes culturales que nos
hacían creer que expresar sentimientos y emociones es «cosa de mujeres» y que
los hombres deben ser fuertes, valientes, no deben llorar, sentir miedo,
etcétera.
Que el hombre en esta
cuarentena realice tareas como planchar,
barrer, lavar, cocinar, apoyar a los hijos con las asignaciones escolares, son
hallazgos importantes que revelan cómo se puede generar cambios en la medida que cada quien asuma compromisos y responsabilidades
que permitan atender los desafíos en la construcción de relaciones más
equitativas y justas en la pareja y
familias.
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