Por: Óscar Misle
En nuestro libro “Cuando las aulas dejen de ser jaulas” de Fernando Pereira y este servidor plantemos que la escuela tiene que revisar cómo es el clima de las relaciones en su interior, cómo se vinculan sus miembros. ¿Estamos formando para la cooperación? ¿Para la solidaridad? ¿Se premia al estudiante que ha apoyado a un compañero en dificultades? ¿Al que ha compartido su merienda? O por el contrario, ¿solo se valora a quien obtiene las mejores calificaciones aunque haya actuado de forma egoísta e indolente?
No podemos pretender que un espacio de cooperación se genere por arte de magia, especialmente si los métodos pedagógicos que empleamos promueven el individualismo y egoísmo.
El maestro dedica 80% del tiempo dictando clases. No queda tiempo para lo social y emocional. Una escuela que solo valora lo cognoscitivo está educando a un ser humano segmentado; no está formando para que se desarrolle integralmente. No está formando al ciudadano que aprende a convivir, a discutir, argumentar, discernir, dialogar, acordar.
¿Cómo convivir pacíficamente?
A los valores hay que darle contenido práctico en la convivencia. La justicia social, derechos humanos, solidaridad e igualdad de género no pueden estar distantes en lo que sucede en el día a día.
No bastan las buenas intenciones. Se puede ser muy hábil y creativo seleccionando nombres con alto impacto publicitario, juramentando grupos y haciendo anuncios para la prevención de la violencia que muchas veces no pasan de ser iniciativas que no logran abordar y transformar los problemas sustancialmente.
La convivencia escolar dice mucho de la convivencia social, la que se vive en la comunidad, en la calle, en los condominios, en el tránsito, en los espacios de socialización.
Las normas de cortesía parecieran en desuso. Se malentendió lo que significa el empoderamiento ciudadano. Dar las gracias, contestar los buenos días, pedir disculpas se consideran actitudes serviles que se sustentan en el resentimiento. Se hace un mal uso del espacio público, se agrede el ambiente con la basura y se suma la hostilidad entre las personas que deben hacer colas para adquirir medicamentos o productos de la cesta básica. Se generan discusiones y se envían mensajes que son capados por los niños.
La crispación social por inseguridad y alto costo de la vida genera reacciones adversas propias de la sobrevivencia que poco tienen que ver con la solidaridad y la cooperación.
Los malos ejemplos dicen mucho más que los discursos. Se habla de paz y se ofende. Se habla de respeto y tolerancia y se excluye. Las contradicciones entre lo que se dice y se hace genera frustraciones y sensación de impotencia. Esta forma de relacionarse va la escuela y se expresa en la convivencia.
Una educación para la solidaridad y la cooperación exige revisión a fondo de su razón de ser. Si lo que se busca es solo instruir y no formar para el ejercicio democrático y ciudadano, es poco lo que se puede hacer. Si lo que se desea es convertir los centros educativos en ambientes de aprendizaje en los que la razón no esté reñida con el corazón es mucho lo que se puede innovar, más que memorizar contenidos, es generar oportunidades y posibilidades para participar, soñar, recrear y redimensionar los que significa la educación para aprender a ser, hacer, conocer y convivir tal y como lo plantea la UNESCO.
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