Por: Óscar Misle
En un taller con docentes la maestra Rosa María muy exaltada expresó: “Ser educadora es una tarea cuesta arriba, más cuando la violencia ha tomado la escuela. No hemos sido preparados para contener este tipo de situaciones de que ponen en riesgo nuestra integridad física y psicológica.
Como profesionales no tenemos el reconocimiento social que se traduzca en una remuneración más justa de acuerdo al tamaño del compromiso que nos toca asumir diariamente.
Como profesionales no tenemos el reconocimiento social que se traduzca en una remuneración más justa de acuerdo al tamaño del compromiso que nos toca asumir diariamente.
Estar frente a grupo de 30 o 40 estudiantes, con historias de vida distintas, con familias que no están preparadas para educar adecuadamente a sus hijos nos coloca en un espacio que nos hace sentir impotentes.
Las leyes, especialmente la LOPNNA, no ayuda, yo diría que más bien ha complicado la cosa, ha empoderado a los muchachos y a las familias y nos sentimos de manos atadas.
Las familias siempre quieren tener la razón y no asumen la parte que le corresponde, cuando las convocamos por alguna situación de sus hijos dicen él en mi casa no es así.
No tenemos tiempo ni espacio para abordar las situaciones de violencia, parecemos bomberos apagando fuegos. Las orientadoras no se dan abasto, se sienten como la sala de emergencia que debe estar con las puertas abiertas, la luz roja encendida y la sirena activada, como ambulancias humanas”.
Este comentario de Rosa María suele repetirse en talleres, coloquios, cursos, conversatorios, y no solo es el sentir de educadores en centros públicos es compartido por los que trabajan en centros educativos privados.
No podemos pretender mejorar la educación si no tomamos en consideración que al educador le toca cargar con un morral muy pesado.
Además de profesional, tiene familia. Es un ciudadano que vive el impacto de una realidad económica que exige trabajar en dos turnos (incluso más), en colegios o escuelas diferentes, un ciudadano que hace colas para conseguir alimentos, medicinas, sufre junto a su familia la carencia o deficiencia de servicios públicos que le garanticen una mejor calidad de vida.
Este profesional exige oportunidades para su formación, herramientas para abordar las situaciones de violencia que se le presentan en sus aulas de clase, en el patio cuando es la hora del recreo.
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