Óscar Misle
Cuando de verdad le subía la tensión al familiar,
Ricardo se sentía culpable. Lo asociaba con su proceder. Fue creciendo con una sensación de desprecio hacia sí mismo,
solía sentirse desvalorizado y con baja autoestima. Cada vez que tenía que asumir un compromiso se sentía
atrapado por estrés y ansiedad. Su elevada auto exigencia lo convertía en un
niño obsesivo, siempre insatisfecho con los que era, sentía y hacía. Era buen
estudiante, no era un niño feliz, no tenía tiempo de experimentarlo, las
exigencias internas y del entorno no
dejaban espacio para ello.
La culpa era como una especie de sombra que lo
llevaba a comparar permanentemente lo
que había hecho con lo que podía haber mejor, privándose de disfrutar lo
alcanzado. En su casa se lo reforzaban cuando llevaba sus calificaciones y
mostraba los 18 puntos logrados y su mamá de decía “pudieras haber sacado 20
puntos, debes esforzarte más y lo lograrás”.
La culpa es una emoción paralizante. No es algo
innato, se aprende de los adultos significantes en la familia, escuela y demás
espacios de socialización. Si no se
gestiona bien afecta la personalidad y la
relación consigo mismo y con los demás.
Históricamente los adultos han utilizado la culpa
como un método correctivo basado en la crítica, juicios, exigencias
rigurosas. Ciertamente es importante
formar para asumir las consecuencias de los actos, para la responsabilidad. Una cosa es la persona
y otra su proceder. Descalificar a la
persona genera culpa, analizar los hechos genera reflexión y aprendizaje sobre
el proceder, con posibilidades de resarcir el daño y rectificar haciéndose
responsable de sus actos.
Ricardo desde niño se sentía inseguro, le aterraba cometer
errores, fallar, equivocarse, aunque sabía que eso era parte del aprendizaje,
lo que pensaba no se correspondía con lo que sentía.
Cuando la culpa lo asaltaba se autorecriminaba,
sentía vergüenza de sí mismo, le venían a la mente las frases de sus padres
cuando cometía algún error: “Yo lo sabía”, “Tu siempre” “ Te lo dije”…
Cuando sus padres decidieron separarse, llegó a
sentirse culpable por no haber podido
hacer nada para evitarlo. Se esforzó por llenar afectivamente y económicamente
el vacío que había dejado el padre, cosa que no lograba, era hijo único. Su
mamá comenzó a sufrir de episodios de hipertensión más severos y seguidos. Siendo
adolescente Ricardo empezó a sufrir de
la tensión, era como que padecer lo mismo que su madre mitigara su culpa porque
la conectaba a ella.
Decidió comenzar a realizar psicoterapia. Al
entorno le extrañaba que estuviera tratándose con un psicólogo. Había logrado
convertirse en un comunicador reconocido, trabajaba en un medio de comunicación
importante. Pero en su fuero interno el sentimiento de no merecimiento seguía
presente.
El Síndrome del Impostor
En su afán de buscar las respuestas, que no
lograba conseguir en la psicoterapia, indagaba mucho sobre psicología. Encontró
un término con una explicación con la que se sintió identificado, se trataba
del Síndrome del Impostor. También denominado el síndrome del fraude.
No se
trata de una enfermedad mental formalmente reconocida, no se encuentra en el
Manual de Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales. Fue
acuñado por las psicólogas clínicas
Pauline Clanse y Suzanne Imes (1978)
Según este síndrome se puede tener una carrera
exitosa, tener títulos académicos, recibir elogios y no creérselos, no se es
capaz de reconocer y aceptar que lo logrado es por el esfuerzo y dedicación,
por los talentos.
A Ricardo
le atrajo lo planteado por este síndrome por su incapacidad de internalizar sus
logros y sentía miedo de ser descubierto como un fraude.
Hasta la próxima resonancia
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