El lunes 23 de septiembre, cuando me disponía a realizar esta columna, recibí la llamada de mi hermano para notificarme la partida de mi padre. Una noticia que resultó más desgarradora de lo que podía imaginar. Sabía que por su condición de salud y sus ochenta y ocho años, esa llamada llegaría en cualquier momento. Tener conciencia de este hecho y vivir la realidad son dos cosas muy distintas.
Cuando supe de su muerte una secuencia de imágenes de mi infancia comenzaron a aparecer y necesitaba contárselas a alguien, una y otra vez. Recuerdos que evidenciaban que siempre había estado en mi vida y que ahora se había ido. Mi padre y yo teníamos el mismo nombre y el mismo apellido. Eso nos identificaba, nos unía. Ahora mi nombre se quedaba solo.
Mi amiga Adriana Ponte me regaló el poema Umbrales, de Sofía Santaclara: "Cuando creía comprender la muerte, me acarició; volví a confundirme". Y es cierto, mi sensación de realidad cambió abruptamente. El adulto que creía ser fue secuestrado por el niño que estaba oculto, vulnerable, con miedo y que necesitaba llorar la pérdida de ese ser que en lo profundo sentía que te protegía y defendía.
En el momento del sepelio un torrencial aguacero, parecido al llanto que no podía y no quería controlar, porque era lo único que en ese momento me conectaba a él, parecía que no iba a cesar nunca. Justo cuando colocaron la lápida, escampa. Lo que sucedía afuera se parecía a lo que viví por dentro. La forma de sentir el dolor cambió. Expresar mis sentimientos, sin tener que ser fuerte, sin complacer a quienes con amor me decían “fortaleza” por considerar las lágrimas, de adentro o las de afuera, como flaqueza, debilidad, falta de fe… Olvidando que el dolor es proporcional al amor. Sentí que debía ser compasivo conmigo mismo y vivir mi dolor.
No con nosotros, pero sí en nosotros
Mi duelo pasará por momentos diferentes mientras voy asimilando y transformando el dolor. Es un estado de shock que vivimos de forma diferente. Nos encontramos con personas que parecen no reaccionar, no lloran, actúan como si nada hubiera pasado. Cuando menos piensan el dolor acumulado buscará cómo salir o expresarse. Podemos buscar formas de distraer el dolor, llenándonos de trabajo, alcohol, saliendo a la calle, evitando hablar del tema; pero cada olor, imagen, palabra, canción, foto no los recordará.
Reconozco que la culpa nos hace una mala jugada haciéndonos sentir que no hicimos lo suficiente para evitar su muerte. Nos duele pensar que no nos despedimos, o no pedimos perdón, no dimos las gracias por todo lo recibido. En nuestro caso lo hicimos todos los hermanos reunidos en torno a su cama. Un acto íntimo, humano y movido por el dolor y el amor.
En momentos sentí mucha rabia con Dios, los médicos, con el país por el alto costo de enfermarse y morir. Es una etapa o momento que hay que vivir. Es difícil reconocer y aceptar la tristeza, esa sensación de vacío que puede alterarnos el sueño y hasta los hábitos alimentarios. Es como si perdiéramos conexión y nos cuesta concentrarnos hasta que llega la aceptación y nos damos cuenta que esos seres que tanto amamos ya no están con nosotros, pero sí en nosotros. Se convierten en esa brisa que no vemos, olemos, tocamos; pero cómo la sentimos, ¡cómo te siento ahora papá!
Seguimos creciendo juntos
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