Óscar Misle
En mi libro “Heridas que muerden, heridas que florecen”, publicado por la Editorial Planeta Venezolana (2014), compartí una vivencia en la hacienda La Encantada. Edo. Aragua. El fin de semana se clausuraba con una convivencia un proceso de entrenamiento para psicoterapeutas, facilitado por mi amigo Carlos Fraga. Recuerdo que uno de los atractivos de la hacienda era visitar el “árbol encantado”. Para llegar al lugar había que hacer un complicado recorrido por un largo y empinado trecho, resbaladizo y muy tupido por la maleza y ramas que irreverentemente se atravesaban como para no dejar pasar a ningún intruso, a menos que se contara con su permiso.
En ese momento estaba
viviendo una de mis más oscuras noches del alma, como diría San Juan
de la Cruz, y que también lo desarrolla en su libro Thomas Moore, titulado con
el mismo nombre. Se trataba de la muerte
de mi hermana menor Mariza. Un duelo precedido por la muerte de mi mamá un año
antes. Arropado por la tristeza, rabia, frustración y todas esas emociones que
acompañan en esos momentos en el
que corazón no sabe de razones, porque
es poco lo que se puede decir cuando es
tanto el sentir, decidí participar en la actividad.
Unos amigos me invitaron
a realizar la pequeña excursión para llegar al misterioso árbol. No
tenía ningún deseo ni voluntad de
aceptar la invitación. No tenía ganas de nada y menos de visitar un árbol en el
que
según los pobladores aparecían unos
duendecillos en forma de luces y otras imágenes que cada
quien aderezaba con su ingenio y
fantasía.
El hecho es que por su insistencia acepté participar en la aventura. No teníamos
clara la ruta; pero llegamos. Mis compañeros
miraban por todos lados buscando algún
vestigio de los misteriosos
duendes. De pronto me encuentro con un majestuoso e imponente árbol. Era el más alto de la zona
y estaba trepado sobre una
gigantesca roca que abrazaba por todos sus costados con sus enormes y
gruesas raíces.
Conmovido me pregunté: ¿cómo
hizo la semilla que dio origen al imponente árbol
para germinar y lograr abrazar
semejante roca?, ¿Cómo logró
extender sus raicillas hasta
tocar tierra y anclarse en ella
para conseguir sus nutrientes?. Lo evidente era que la roca no impidió que el
árbol creciera. Al contrario, el árbol la hizo
suya, la abrazó y creció trepado a ella para convertirse en el
encantador árbol. Conmovido, con los
ojos llenos de lágrima sentí: si
este árbol pudo con esa mole, yo puedo abrazar mis heridas, crecer y aprender de ellas.
Durante varios años fui
invitado a la convivencia de cierre y organizábamos grupos para conocer el
árbol y hacer la reflexión y meditación
correspondiente.
Nos ha tocado vivir un largo confinamiento por causa de la
pandemia. El covid 19 se convirtió en una herida que atravesó el mundo sin
distingo de ideologías, creencias, estatus social, con efectos devastadores en
la salud, física y emocional, en la
economía y en las injustas brechas
existentes.
Esperemos que lo vivido
pueda invitarnos a abrazar la roca con
la que nos toca lidiar, con raíces alimentadas con es amor y la conciencia
que nos permita tocar tierra y crecer con la mirada en lo alto impulsados por esa luz que
nos permita crecer a pesar de las
adversidades.
Nuestra esperanza es sustentarla en el amor, la empatía, la
solidaridad, la compasión, la misericordia y como el abono que le dé sentido a la vida en sus
diferentes dimensiones.
Hasta la próxima resonancia
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