Desde los primeros años al varón se le estimula para la búsqueda y demostración de poder, estatus, éxito, reconocimiento social por lo que hace… y ese titánico esfuerzo lo va llevando poco a poco a postergar, no en pocos casos ignorar, el reconocimiento de las necesidades emocionales y afectivas de sus seres queridos.
Su condón emocional bloquea sus sentimientos. De tanto hacer, hacer, hacer… se llena de estrés, su corazón se anestesia y, sin darse cuenta, se va quedando solo. Lleno de trabajo, de un silencio estéril que “distrae” con deportes, la política, el sexo…
Según Walter Riso, muchas veces cuando el hombre logra tomar conciencia ya el mal está hecho, posiblemente necesitó un cáncer o un infarto para darse cuenta de algo que parece tan elemental como la necesidad de expresar, recibir y hacer sentir el amor.
No es raro escuchar hombres que, con mucho orgullo, dicen que su padre era un tipo trabajador. Lo justifican diciendo “Esa era la forma en que mi viejo tenía de demostrar su amor”, y es cierto; el problema es que no fue suficiente esa entrega al trabajo, por más heroica y productiva que resultase, porque los seres queridos se sintieron desatendidos e invisibles afectivamente.
UN SER VULNERABLE, COMO TODOS
Cuando Riso relata la experiencia de relación con su padre y confiesa que le daba miedo conocerlo porque no sabía con cuánto dolor se iba a encontrar, cuantas palabras no dichas, atrapadas en un espacio invisible, en un condón emocional que no permitía que ambos contactaran sus corazones.
Un hecho doloroso cambió el ritmo de la danza, silente y distante, que bailaban por años para ponerlos a bailar “pegao”. Una crítica situación económica que azotaba a la familia puso al padre de rodillas; en ese momento de rendición se abrió con su hijo, le habló de sus miedos, angustias, frustraciones, impotencias… valiéndose de palabras humedecidas por un llanto incontrolado.
Riso nunca lo había visto llorar así y esas lágrimas los acercaron tanto que se despojaron de sus respectivos condones emocionales y desde esa vulnerabilidad, debilidad, fragilidad… se abrazaron. Después de un rato, un padre más sereno le contó montones de cosas sobre su vida, amores, sueños, desengaños.
Ambas masculinidades hicieron contacto, se vieron a los ojos, las almas se reconocieron y en ese momento se inició la posibilidad de hacer juntos la travesía al corazón, como hizo Ulises cuando decidió volver a ver a su hijo Telémaco, al que no veía desde que era muy pequeñito.
Lo que no sabía Ulises es que los dioses habían preparado un largo y accidentado viaje, desde Troya hasta Ítaca, que duraría diez años, convirtiéndolo en toda una Odisea. Siempre, antes, durante y al final del viaje el padre que se cree ausente está presente en los genes, recuerdos, formas de ser y hacer, mostrándonos que, a pesar de la distancia, estamos mucho más cerca de lo que creemos.
Nuestros hijos varones aprenderán a ser padres no por lo que le dice mamá sino por lo que ven de papá.
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