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lunes, 9 de agosto de 2021

EL ÁRBOL QUE ABRAZÓ LA ROCA

 Óscar Misle

 


En mi libro “Heridas que muerden, heridas que florecen”, publicado por la  Editorial Planeta Venezolana (2014), compartí una vivencia en la  hacienda La Encantada. Edo. Aragua.  El fin de semana se  clausuraba con una convivencia un proceso de entrenamiento para psicoterapeutas, facilitado por  mi amigo Carlos Fraga. Recuerdo que uno de los  atractivos de la hacienda  era  visitar el  “árbol encantado”. Para llegar al lugar había  que  hacer un complicado  recorrido por un largo y empinado  trecho, resbaladizo y muy  tupido por la maleza y ramas que irreverentemente  se atravesaban como para no dejar pasar a ningún intruso, a menos que se contara  con su  permiso.

En ese momento estaba viviendo  una de mis más  oscuras noches del alma, como diría San Juan de la Cruz, y que también lo desarrolla en su libro Thomas Moore, titulado con el mismo nombre.  Se trataba de la muerte de mi hermana menor Mariza. Un duelo precedido por la muerte de mi mamá un año antes. Arropado por la tristeza, rabia, frustración y todas esas emociones que acompañan en esos momentos  en el que  corazón no sabe de razones, porque es poco lo  que se puede decir cuando es tanto el sentir, decidí participar en la actividad.

Unos amigos  me invitaron  a realizar la pequeña excursión para llegar al misterioso árbol. No tenía ningún deseo ni  voluntad de aceptar la invitación. No tenía ganas de nada y menos de visitar un árbol en el  que   según los pobladores aparecían   unos  duendecillos en forma de luces y otras imágenes  que cada  quien aderezaba  con su ingenio y fantasía.

El hecho es que por  su insistencia    acepté participar en la aventura. No teníamos clara la ruta; pero  llegamos. Mis compañeros  miraban por todos lados buscando  algún  vestigio de los  misteriosos duendes. De pronto me encuentro con un majestuoso e imponente  árbol. Era el más alto de  la zona  y estaba trepado   sobre una gigantesca roca que  abrazaba  por todos sus costados con sus enormes y gruesas raíces.

 

Conmovido me pregunté: ¿cómo hizo la semilla que  dio  origen al imponente  árbol  para germinar y  lograr abrazar semejante roca?,  ¿Cómo logró extender  sus raicillas  hasta  tocar  tierra y anclarse en ella para conseguir sus nutrientes?. Lo evidente era que la  roca no impidió  que  el árbol creciera. Al contrario, el árbol  la hizo  suya, la abrazó y creció trepado a ella para convertirse en el encantador árbol. Conmovido, con los  ojos  llenos de lágrima sentí: si este árbol  pudo con esa  mole, yo puedo  abrazar mis heridas, crecer  y aprender de ellas.

Durante varios años fui invitado a la convivencia de cierre y organizábamos grupos para conocer el árbol y  hacer la reflexión y meditación correspondiente.      

Nos ha tocado vivir  un largo confinamiento por causa de la pandemia. El covid 19 se convirtió en una herida que atravesó el mundo sin distingo de ideologías, creencias, estatus social, con efectos devastadores en la salud,  física y emocional, en la economía  y en las injustas brechas existentes.    

Esperemos que lo vivido pueda invitarnos  a abrazar la roca con la que  nos  toca lidiar, con  raíces alimentadas con es amor y la conciencia que nos permita  tocar tierra y crecer   con la mirada en lo alto  impulsados por esa  luz  que nos permita crecer a pesar  de las adversidades.

Nuestra esperanza  es sustentarla en el amor, la empatía, la solidaridad,  la compasión, la  misericordia y como  el abono que le dé sentido a la vida en sus diferentes dimensiones.

Hasta la próxima resonancia       

 

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